Fines del XIX, principios del XX. Revelación y punto de partida. Alguien ha (re)(des)cubierto el mundo, lo ha pensado de nuevo. Charles Péguy toma nota de la duración bergsoniana, pero no como quien pasa revista a una tesis novedosa sino como viviente a quien algo se le pega en la piel: Lo que es innegable es que todo el tiempo no pasa con la misma velocidad y según el mismo ritmo. De allí parte este diálogo entre su alma pagana (o clásica) y la historia. Es como si toda la duración se le metiera a Péguy por los poros, y se pusiera a hablar a través suyo. Una deriva hecha hombre que se arroja al flujo de lo vivo. Y un ajuste de cuentas con toda una tradición (moderna) que anula lo que quedaba de vital en Clío (la historia). A fin de cuentas, un ajuste de cuentas consigo mismo, y son las últimas, ya que un par de años después de este ensayo (1909-1913) Péguy las saldará definitivamente en un equívoco campo de batalla. Una despedida y un pasaje, un último adiós a lo mundano y el arribo a una nueva inspiración, una nueva musa.
Péguy describe dos ritmos. Historia y memoria. Frente a la evocación y el relato, la invocación de una vida. ¿Cómo no convertirse en historiador? Cómo vivir la memoria como presencia. Memorialismo. Y un pensar del acontecimiento. Por un lado, las articulaciones groseras y aparentes de la historia. Por otro, articulaciones interiores, memoria de lo real. ¿No es acaso evidente que el acontecimiento no es homogéneo, que tal vez es orgánico? (
) Finalmente la posibilidad, preciosa, de tener una relación con la historia, con otra historia. No la historia del historiador, la del político, la del hombre común, la memoria de museo, sino la del acontecimiento en la historia, el acto en la historia, el acto que resiste y huye de la inscripción, la memoria que es presente, es decir, que vive.