Estoy sentada bajo los rayos del sol, observo un abejorro que vuela sobre el cantero, de una flor a otra. Así comienza una de las cartas, titulada Origen. Quien pinta la escena es la que fuera mujer de Jakob von Uëxkull, destinataria de estas Cartas biológicas, de 1920. Ella pregunta por dos seres que no tienen en apariencia nada que ver pero que parecen estar hechos uno para el otro. Pregunta musical, pregunta por el amor del mundo. En otra carta habla de los hilos invisibles que hacen caer la manzana de Newton. Otra escena
y luego desaparece.
El biólogo toma su pluma, busca explicar(se) la vida de los mundos. A poco de andar descubre que, en tanto se considere a los seres-sujetos, no hay un mundo, sino muchos, tal vez uno por cada ser. La noción de umwelt (mundo circundante) surge brillante, llamada a tener la más vasta influencia sobre el devenir de la biología, la etología, la filosofía. La visión antropomórfica, que nos emplazaba a todos en un mismo mundo, nuestro espacio-tiempo, se derrumba. Brotan mundos de colores variados, cada uno llega hasta donde puede, pero lo hace de manera implacable. Hay entre los mundos relaciones musicales, de punto y contrapunto, de abejorro a flor. Nada queda librado al azar, todo se ajusta mutuamente. Hay un orden, una armonía, un plan.
La conformidad a plan es la potencia del mundo que crea sujetos. A través de ella se percibe en el montón de sonidos la melodía que enlaza a todos los seres. Se manifiesta en la estructura corporal de todos los seres vivos, pero también de los humanos, quienes en su vana ilusión creen ser un imperio dentro de otro. De allí el origen del dolor. Uexküll se lamenta: El humano, que cree llevar el cetro de la libertad, no puede subsistir sin el azote de la naturaleza. Su consuelo: Solo hay que devolverle su mundo circundante.