Humor, juego y complicidad son especies naturales en la poesía de Javier Moscarella. Son sus armas de rigor a la hora de indagar, compartir y celebrar la vida. La suya es la poesía de un hombre consciente de negociar con un oficio inútil, pero un oficio, objetarán, que impone a los cultivadores de primera línea el mandato de respetar al lector y la obligación de mantener a raya a las furias de la creación. Es una poesía consagrada a la discreción y la prudencia, virtudes bastante infrecuentes. La discreción toma cuerpo sobre todo en la minimización de la nota de intención biográfica. La prudencia, sin excepciones, en la práctica de acudir al lápiz cuando los motivos, las imágenes y el tono del poema alcanzan en él la condición de pieza única, valiosa en sí misma, tarea en la que puede tomarse meses y años enteros. Escrita sin apremios y sin alardes, en agendas de trabajo, en cuadernos personales, con lápices de mina suave, su poesía tal vez encuentre en el regocijo anónimo de los lectores o en la celebración cálida de los amigos alguna retribución.