GALVIS, SILVIA
Si usted lector ya pasó la dichosa edad de los cuarenta, estas páginas lo harán sonreír, porque ellas son eco de su propia memoria; si no ha llegado todavía a los años cuando la evocación se convierte en manía, léalas, porque en ellas encontrará la risa que desatan veinticuatro capítulos de disparates tejidos en la lengua filosa de Leonorcita de Mendoza y Candelaria Posada, cuyo marido la dejó viuda cuando se murió de susto el día del Gran Temblor.
Ana Peralta y Elena Olmedo cuentan la historia. Sus voces adolescentes recuerdan la noche en que cayó Laureano Gómez, pero no porque esa fecha sacudiera la historia nacional, sino porque ese día empezaron los amoríos entre Rodrigo Peralta y María Elena de Olmedo, los dos pertenecientes a familias de lo mejorcito de aquí como dice Lucre, la solterona, y desde entonces, nadie volvió a hablar del dictador, ni de los muertos, ni de los protestantes, ni de los comunistas, sino de los secretos de los amantes, y de cómo fue que se enamoraron, y hasta el padre Roso Almeyda, capellán del colegio de Ana y Elena, se muere por conocer los pormenores.
Ingrid Bergman, que por esos años tuvo la mala idea de divorciarse de su esposo para irse detrás de Roberto Rossellini, prendió otra hoguera de conmoción social, más grande y estruendosa que el ascenso del general Rojas Pinilla. Pero si la diva sueca causó semejante alboroto con su fuga espectacular, el día que a la gringa Doris se le ocurrió desabrocharse el sostén de su vestido de baño para tomar el sol en la piscina del club, dejó sin aliento a lo más granado de la ciudad, que si no tiene nombre propio es debido a que cualquiera le vendría bien: Pereira, Bucaramanga, Ibagué, Cúcuta, Cali, Medellín