El mundo es como un fruto prohibido, una inmensa redondez impenetrable, una visión antigua ya bastante dramatizada, envenenada por la tradición y el mito. Una cadenciosa esfera que no duerme. Pero asediada por el tiempo, por todas las cosas que se pueden nombrar en un instante. Al igual que Pessoa, a Samuel Jaramillo el lenguaje le permite viajar por los objetos, por las geografías insoslayables. Es una diáspora sagrada. Se busca a sí mismo y encarna el verbo, se desdobla, habla de su siglo con los fantasmas, se reinventa al llegar la noche. La soledad de un lenguaje depurado lo ampara y lo salva de la rutina, de su cadenciosa vida bogotana