El mundo, la cámara lenta que lo revela en la psique del observador; el lente de aumento que lo escudriña; el cese de movimiento y acción: la vida detenida, suspendida por el halo de ingravidez que emana del ojo de poeta. Todo lo que nos rodea y nos colma se hace oxymora y cobra una suerte de pétrea plasticidad: el inasible instante vuelto materia maleable en nuestras manos que al fin lo acercan a nuestra mirada, para verlo mejor, para degustarlo, sentirlo en toda su infinita pequeñez; para entenderlo y entendernos. La poesía de Mark Strand nos conmueve por esta calidad infinitesimal, donde lo ínfimo se torna colosal en virtud del absoluto detenimiento y la serenidad de su mirada.
Sus recursos son múltiples: lo impensable se hace factible recurriendo al humor; lo inenarrable se hace historia al romper la imagen, que es su centro, en recuadros de exquisita expresividad; lo insoportable es admitido por la fuerza del testimonio sereno, dúctil, profundamente creíble. Y la oscuridad desciende sobre el texto no para ocultar, sino para revelar las criaturas que la habitan, seres en extremo parecidos a quien los escribe, y quien los lee. Su lenguaje es preciso, mientras revela una imaginería que reinventa lo surreal. Su simplicidad, definitivamente engañosa. Un lenguaje de deslumbrante morfología: infalible musicalidad y ritmo, de callada intensidad.