La soledad de la infancia y los pecados de la vejez, las trampas del sexo y el placer inesperado que se esconde tras las tareas domésticas más aburridas... Todo lo que Natalia Ginzburg tocaba se convertía en arte, y eso sin perder esa cualidad corpórea de las emociones recién descubiertas, de las ideas apenas apuntadas, de los recuerdos que aún navegan a flor de piel.