BEAUVOIR, SIMONE DE
Cuando empecé a hablar de mí me lancé en una aventura imprudente: uno empieza y no termina más. Hace tiempo que tenía ganas de contarme mis veinte primeros años; nunca olvidé los llamados que, de adolescente, dirigí a la mujer que iba a reabsorberme en ella, cuerpo y alma: no quedaría nada de mí, ni siquiera una pizca de cenizas; le suplicaba que me arrancara un día de esa nada en la que me habría sumergido.
Quizá mis libros solo hayan sido escritos para permitirme el logro de ese antiguo ruego. A los cincuenta años consideré que el momento había llegado; presté mi conciencia a la niña, a la joven abandonada en el fondo del tiempo perdido y perdidas con él. Las hice existir en negro y blanco sobre el papel.
Mi proyecto no iba más allá. Adulta, dejé de invocar el porvenir; cuando hube terminado mis memorias ninguna voz se elevaba en el pasado para instarme a seguirlas. Estaba decidida a empezar otra cosa. Y no pude. Invisible, bajo la última línea, se dibujó un punto de interrogación del que no pude apartar mi pensamiento. La libertad: ¿para qué?
A todo ese alboroto, ese gran combate, esa evasion, esa victoria, ¿qué sentido les daría el resto de mi vida? Mi primer movimiento fue atrincherarme detrás de mis libros; pero no, no traen ninguna respuesta: son ellos los que plantean el conflicto. Yo había decidido escribir, escribí, de acuerdo: pero ¿qué? ¿Por qué esos libros, solo ésos, justamente ésos? ¿Quería algo más o algo menos? No hay relación entre la esperanza vacía e infinita de mis veinte años y una obra hecha. Yo quería a la vez mucho menos y mucho más.