No hay nada convencional en la poesía de Giovanni Quessep. La finura de su oficio, que es un oficio cruel, si así pudiera llamársele al insistir en la herida de luz que nos deja el paso del tiempo, es de una extraordinaria complejidad, por su impiedad en ahondar en la aventura del alma, que es el mundo, su palabra, su morada: una urdimbre nocturna elaborada bajo el sol, una luminosa trama tejida con la materia misma de la noche, interior, porque todo ha sido alumbrado por el sol negro de la muerte, que alcanza a la belleza, a todo cuanto se ha amado, lo entrañable, lo que no debería morir. Hay desgarramiento en su forma poética, tan cuidada, en donde un llanto antiguo, lejano, hecho silenciosa savia, nombra con una profunda delicadeza el penetrante dolor de la belleza, pues todo habrá de perderse.