Quien tal vez haya sido el más filósofo de los cineastas, Jean Epstein, asume el riesgo de hipotetizar, en este libro de 1947, sobre el caracter demoníaco de la invención cinematográfica. Con prudente distancia del momento fundacional, del que fuera parte, Epstein saca cuentas de la deriva del cine en sus últimos-primeros cincuenta años, y lo ve como un monstruo de novedad, de creación, cargado de toda la herejía transformista del continuo devenir. Colocándolo en la zaga de las grandes invenciones y con un peso tal como el descubrimiento del mundo macróscopico y microscópico de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, sitúa al cine en un linaje antidogmático, revolucionario y libertario, en una palabra, diabólico.Pronunciadas todas las acusaciones, el cine se declara culpable: culpable de disolver la forma en el movimiento, la permanencia en el devenir, culpable de dislocar el espacio, que ya no podrá ser pensado como euclidiano, culpable de acelerar, de ralentizar, de invertir el tiempo, de sacarlo de quicio, culpable de atentar contra la razón, y privilegiar la fantasía, el sueño y una sentimentalidad intensa y directa, culpable de destruir todos los dualismos, conformando su propia herejía monista y panteísta a la vez, profundamente pluralista, culpable en fin de disolver la persona, o ponerla en duda, relegando el yo en tanto ser matemático y estadístico, simple figura mental, abstracción de personalizaciones locales, dinámicas, momentáneas. Abramos el proceso entonces, el cine se declara culpable, culpable sin culpa, alegre culpable.