CASTELLANOS, GONZALO
Colombia puede ser un país tan paradójico que es aquel en el que a pesar de todas sus dificultades históricas, se gestan instrumentos y leyes que han amplificado la voz de una generación de cineastas que no solo se ha formado viendo, pensando y reflexionando alrededor de la imagen, sino que ha podido crecer haciendo, aprender haciendo.
Los mecanismos de todo un sistema creado desde el 2003 han permitido que cineastas como yo, desde nuestros inicios, podamos concursar en leal competencia por fondos que han posibilitado materializar ideas. Y no es un detalle menor poder acceder a unos recursos que ayudan a la concreción de esas películas. Son concursos tan exigentes que nos han ayudado a profundizar sobre la construcción de pensamiento que implica poder hacer una película: cortos, largos, ficción, documental, animación a la aplicación al Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC) o a otros de los sistemas existentes se convierte en la posibilidad de pensar y repensar ideas, escribir, hurgar en aquellos elementos que puedan aterrizar en el papel y darle forma a lo que tanto tiempo ha convivido en la intimidad de la imaginación.
Entonces, cuando miramos atrás en estos 20 años y hacemos un viaje por las imágenes que un día fueron ideas que reposaron en carpetas, que fueron leídas por jurados nacionales y extranjeros, que después fueron sometidas al vértigo horroroso que puede ser un pitch, nos encontramos con un país que va construyendo una cinematografía sólida, profunda, compleja narrativa y formalmente; una cinematografía cada vez más diversa, arriesgada, desafiante, que nos confronta y sacude, a veces con ternura y otras con una cachetada.
Cuando leo las páginas de este libro, donde Gonzalo Castellanos V. logra de manera elocuente combinar datos y todo aquello que pertenece al lenguaje de la exactitud,con una escritura envolvente de lo que ha pasado estos últimos 20 años de apuesta audiovisual, en un país que describe marcado por brechas sociales lamentables y cicatrices de violencia,se delata en él un profundo amor por el cine, casi un asombro frente a lo que el cine colombiano propone, los retos que se divisan, las preguntas nuevas y las que aún quedan por responder, pero sobre todo lo emocionante que puede ser el futuro de nuestra cinematografía y producción audiovisual. Una, ojalá, cada vez más diversa, más periférica, y donde todos podamos seguir haciendo, seguir creciendo haciendo donde cada vez aparezcan más voces nuevas dispuestas a narrarnos.
En estos 20 años el cine colombiano nos ha entregado momentos, imágenes, sensaciones, personajes memorables, imágenes que han puesto de manifiesto la complejidad del país en el que vivimos, la sociedad que hemos construido, pero también nos ha dado luces para acercarnos a posibles formas entendimiento; son películas que seguro nos ayudarán a pensar y reflexionar, gracias a esa bella posibilidad de sublimación en que se ha convertido el cine para toda una generación de creadores que está marcada de manera directa o indirecta por el sino trágico de nuestro conflicto.
También ahí se ha anclado un discurso o una especie de reclamo que tiene que ver con el cine nuestro; ese que se desprende de la vena autoral, pareciera hablar de una sola cosa; esa cosa es el conflicto, esa cosa es el país, se mismo en cuya contradicción y rareza conviven la dureza de la guerra y la desigualdad con una lucha continua y disciplinada por crear espacios para hacer que nuestro cine y nuestra producción audiovisual sean una realidad, que existan.
Se nos pide con frecuencia a los cineastas vender una imagen positiva del país, como quien hace un trabajo publicitario. Nada más alejado del deber de una artista, si es que tal cosa existe. El arte como bien decía Tarkovski nunca ha resuelto problemas, sino que los ha planteado el arte transforma a los seres humanos, los prepara para percibir el bien.
Una película delata a un director,pero también a una audiencia y con respecto a eso lo que ha dejado ver estos años de tantísimo cine colombiano es cuánto nos cuesta mirarnos e interpelarnos como sociedad, cuánta falta nos hace una formación de público constante para por fin entender que el cine no necesariamente deriva en entretenimiento, y cuanto compromiso real necesitamos por parte de los exhibidores para que el cine nuestro pueda tener el tiempo que requiere acercarse a las audiencias. Una película no existe sin la mirada de otro, nos recuerda Angelopolous.
Sin las reflexiones, los instrumentos, las legislaciones, sin el FDC o u otros mecanismos vigorizados y resguardados por la propia comunidad audiovisual en estos últimos 20 años y que son desentrañados en este libro,no hubiéramos podido asistir al amor y el dolor de una familia confrontada con el desarraigo y la idea de progreso en una película como La tierra y la sombra, de César Acevedo cuestionarnos la relación con el mundo a partir de un sistema de clases, como en Gente de bien, de Franco Lolli; no hubiéramos podido emocionarnos con la ternura de una pareja de viejos en los cortometrajes de Iván Gaona, ni viajar con Amazona a reconocer una madre en el brillante documental de Claire Weiskopf, o sentir la belleza, la tensión y el misterio de la Cocha a través de Alicia, el personaje principal de La sirga, de William Vega; ver la potencia del dolor y del manifiesto de la guerra en el rostro de unas mujeres en Oscuro animal, de Felipe Guerrero asistir a los secretos de una familia que al mismo tiempo son los de una sociedad con Smiling Lombana, de Daniela Abad o pensar en la experimentación de la imagen y el relato, en el potente largometraje Los conductos, de Camilo Restrepo, por mencionar algunos. Por primera vez en mucho tiempo, quizás después del paso de dos películas de Víctor Gaviria por la Selección Oficial del Festival de Cannes en la década de los años noventa, el cine no había logrado despertar tanta emoción en la sociedad colombiana como en los últimos 20 años: una Cámara de Oro en el Festival de Cannes, una Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, una nominación al Óscar, premios y reconocimientos en casi todos los festivales clase A del mundo. A cuántos destinos de nuestras emociones y nuestra imaginación nos ha llevado este cine nuestro, este que poco a poco se convierte en archivo y memoria.
Nada de eso hubiera sido posible sin esa casa que vela por el cine que es Proimágenes, nada de eso hubiera sido posible sin la existencia de esas leyes, de esos fondos y estímulos, del Consejo Nacional de Cine o el Ministerio de Cultura, con independencia de los gobiernos de turno, independencia que tiene que ser resguardada para que esto siga siendo posible, sin censuras, ni dirigismos de Estado. Y nada de eso hubiera sido posible si no hubiera artistas, productores, realizadores, técnicos, escritores y trabajadores del audiovisual animando el uso transparente, exigente de todo ese sistema montado sobre el aporte, la historia y el esfuerzo de la sociedad colombiana.
Si queremos conocernos, tenemos que mirarnos en los ojos del otro. Llegar al otro es el destino último (Platón).
El cine entonces es también ese puente; en un país tan profundamente afectado por la desconfianza, el cine constituye una bella herramienta para acercarnos a ese destino último que es el otro. Por eso el cuidado de este modelo de estímulo y ojalá su crecimiento nos debe convocar a todos como sociedad, para que dentro de 20 años podamos estar ante otro libro que, como este, nos proponga nuevos retos y nos deslumbre ante lo acontecido. Laura Mora, directora de cine