El valor vivo de Federico García Lorca, su raro acierto, está en la reinvención de un estilo dramático y en la manera como, superando toda atadura, cualquier localismo geográfico, eleva la acción trágica a un plano universal. Lo primero se advierte en el modo verbal, o en el habla de los personajes, en la frescura e imaginismo de los diálogos. De ahí la maravillosa sobriedad ejemplar que trasluce en Bodas de sangre, la calidad diamantina de un diálogo recortado, bruñido, que da siempre en el blanco.