OVIEDO A., PABLO
Al mirar nuestros ríos, mares, lagunas y ciénagas, los colombianos podemos sentirnos afortunados de ser habitantes de uno de los países más ricos en su hidrografía, con potencialidades para una pesca abundante que se convierta en bastión para optimizar la economía nacional.
Sin embargo, al escudriñar en los confines del diario trajinar de nuestras comunidades pesqueras, hallamos que se debaten en otra realidad que es triste, cruda y violenta. Un pescador es alguien que está relacionado con algo más que una canoa, una atarraya, unos anzuelos, un chinchorro u otros aparejos de pesca; es un ser que pertenece a un hábitat específico en que ha fraguado costumbres y expresiones culturales en torno a su trabajo. Su vida debería ser holgada, digna, circundada por la paz y la justicia social.
Infortunadamente, a las comunidades de pescadores en nuestra nación les ha tocado en gran medida vivir en condiciones paupérrimas, asoladas por enormes necesidades de carácter diverso. En las últimas décadas, a la miseria y olvido en que se les ha tenido, se ha agregado una cruenta persecución que ha dejado millares de víctimas y que los ha obligado al desplazamiento, en aras de escapar a la muerte y de lograr mejores condiciones de vida, aunque lo que más desean en el fondo de sus corazones es envejecer mirando el mar, el río, las ciénagas, las lagunas o arroyos, ejerciendo su vital oficio de conseguir el sustento con los frutos que las aguas les ofrecen, como cumpliendo un sagrado convenio entre la naturaleza y el hombre.
Esta es una pequeña historia de sus vidas, desde la otra Colombia.